Como una forma de arte que trasciende medios y lenguajes, además de entretener, los videojuegos muchas veces están para recordarnos quiénes eramos. Y en este sentido -y en otros tantos- Julián Cordero y Sebastian Valbuena hicieron un trabajo excelente. Al fin y al cabo, Despelote retrata de forma bastante precisa la infancia de muchos niños, no sólo de Ecuador, sino de prácticamente todo el mundo. Estoy hablando de amigos con las rodillas raspadas, un par de piedras que hacían de arco, una pelota desgastada por la gran cantidad de patadas recibidas y la ilusión de pasar horas emulando a nuestros jugadores favoritos en un contexto tal vez complicado, pero que nos era relativamente ajeno.
La historia nos pone en la piel de Julián, en una Quito sumida en una crisis política y económica, con adultos molestos con la vida, y una comunidad cuya esperanza de alegría reside en la clasificación al mundial de fútbol por la selección nacional de Ecuador. Sí, es un panorama bastante común para muchos en Latinoamérica. Pero para nuestro protagonista y su país, es algo inédito. Una experiencia que el juego nos hace vivir de una forma conmovedora; con sencillez. Nos rodea de los elementos claves que apelan a la memoria y el corazón de manera universal.
Despelote se desarrolla en forma de capítulos. Cada uno hace referencia a la fecha de cada partido de la selección de Ecuador, donde vivimos el día entre clases en el colegio, pasando tiempo con amigos, pasear por la plaza y la cotidianidad del hogar. Lo interesante es que en cada espacio se puede ver como el fútbol forma parte de las fibras que hacen latir a la ciudad de Quito en ese contexto, retratada de forma excelente en un barrio por donde transitamos este evento. Es una narrativa familiar, comunitaria, cálida, sobre el orgullo nacional, de ser parte, de pertenecer a algo más grande que uno mismo. Todo desde la mirada distraída, ingenua, y limpia de un niño.
Despelote presenta un estilo visual tipo mapping o scanner, que se antoja como una distorsión visual, pero que paralelamente resulta interesante cuando se entiende como una metáfora simbólica de ver el mundo con ojos de niño. Vemos pies y manos en la pantalla. Con un simple botón podemos interactuar con el entorno o saludar a las personas que deambulan por las cales de Quito. También podemos patear la pelota y hasta darle un pelotazo a alguien por descuido. Incluso es posible transitar como simples observadores de estos eventos, interviniendo lo menos posible, pero empapados por la atmósfera y viviendola a nuestra manera.
La sencillez incluida en la interacción, simple, de dos botones, uno para correr y el de ‘acción’, con el que interactuamos con objetos, pateamos o decimos ‘hola’ a través de la voz de Julián, hace que nos centramos más en la narrativa y la contemplemos como ‘soñadores’. De todos modos, si bien nos corresponde una parte activa hacer que la historia avance, queda relegado a nosotros el cómo o con que puedo interactuar. Eso es algo que decide uno. Eso sí, contamos con un reloj de pulsera, el elemento que nos baja a tierra cuando ‘perdemos el tiempo’ en la plaza o jugando con amigos. Son todos estos detalles lo que hacen que lo común u ordinario se sienta como algo maravilloso.
Todo forma parte de este paseo onírico al que Juilán nos lleva y trae, con un guión auténtico, honesto, sin pretensiones y profundamente íntimo
Por otra parte el trabajo con el sonido ambiente es excelente. Los diálogos, los distintos personajes, la familiaridad de las voces, ¡qué calidez!. Pero lo más importante es el hipnótico sonido que le dieron al pelotazo, un éxito. Todo forma parte de este paseo onírico al que Juilán nos lleva y trae, con un guión auténtico, honesto, sin pretensiones y profundamente íntimo. La primera clasificación y mundial de Ecuador. Como un partido por TV silencia todo lo demás y vacía las calles. Como se toman como propio y personal los logros del equipo. Toda una comunidad afectada, atravesada por el evento deportivo. Todos hablan de eso. Todos están involucrados de una forma u otra, incluso los que quieren ‘pinchar el globo’.
Despelote abraza con mucho amor esa libertad perdida de los días de nuestra niñez
Cada quién habrá vivido su niñez y la relación con el fútbol a su manera. En lo personal nunca me apasiono y eso es algo que sólo se comprende cuando se la vive. Sin embargo la propuesta logra atravesar eso, no hace falta ser un apasionado para sentir la emoción que despierta el recuerdo de pasar la pelota, de jugar en un descampado con amigos. Eso es algo fraternal y universal, muy nuestro. Creo que con simpleza el juego nos lleva a esa magia del convivio, el disfrute de lo simple y eso mismo lo dota de una fuerza que nos descoloca. Un bello reencuentro con lo simple de una tarde en la plaza, una charla amistosa que no necesita tener sentido.
Todo ello convierte a Despelote en un juego conmovedor. El título me llevó de regreso a los recreos en la escuela con los compañeros, a las siestas ‘pateando’ por el barrio. Tiene el encanto de las fiestas familiares, la gracia de hacer dibujos acostados en el piso, el encanto de las juntadas con amigos, y el disfrute de los momentos de ‘aburrimiento’ de cuando no existían los celulares. Recorriendo las calles de Quito en la piel de Julián recordé los buenos momentos en que hacía muchas travesuras, pero también los valores de la familia, la presencia de mamá y sus retos, y las peleas con mi hermana por ‘pelotudeces’ que nunca más tendré. Cosas que a la distancia me llenan de ternura, nostalgia, añoranza.
El juego va mucho más allá del fútbol. Me hizo pensar en los días en que frecuentaba los video club buscando la película ideal para ver el finde; en cuando tener reloj era símbolo de estatus, y en como comencé a crecer y volverme responsable demostrando a mis padres que era capaz de manejarme solo. Pareciera como si todo ello sólo existiera en mi memoria y en en estas calles virtuales. No recuerdo la última vez que vi niños jugando a las escondidas o peloteando con una botella. Pareciera como si hoy crecen demasiado rápido y estimulados como para tener esas vivencias y las experiencias que aquí contemplamos. Despelote abraza con mucho amor esa libertad perdida de los días de nuestra niñez.
Despelote muestra como un videojuego puede ser el medio para contar algo íntimo, personal y conmovedor. Girar y rebotar entre los recuerdos de Julián y las nubes de la ciudad es maravilloso. El final es tan íntimo y conmovedor como hojear un álbum de viejas fotos, acompañado por una música que invita a sumergirnos en un mar de emociones. El contrapunto con los adultos, con sus exigencias, pretensiones y los mandatos del ‘deber ser’, de o como la inocencia se esconde bajo la mesa, mira y compara los pies. En lo personal, creo que los que crecimos jugando videojuegos de a poco vamos conectando mucho más con este tipo de propuestas que nos ponen en un lugar contemplativo. Un lugar que nos invita a redescubrirnos y a asombrarnos del encuentro con esas cosas que hace tiempo habíamos dado por ‘pérdidas’.
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Sobre Exequiel Nieto
Lic. en Artes Escénicas. Stremer y profesor, me gusta la filosofía, lo audiovisual y los placeres de la vida. De La Rioja, Argentina.
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